El azufaifo de Isabel Nuñez y otros árboles del mundo

El azufaifo de Isabel Nuñez y otros árboles del mundo

El azufaifo de Isabel Nuñez y otros árboles del mundo

Il·lustració: Toni Salvá.

Elegí el lugar en el que vivo porque hay un parque. Lo he visto crecer, hacerse frondoso, he practicado taichí ante la mirada atónita de unos niños que desde lejos, con respeto, me preguntaban que hacía, si era taekwondo aquellas movimientos tan raros. Me acompañaban dos cedros, y yo sentía que mis pies se hacían liana con ellos. Esta semana temprano me ha despertado el ruido de las sierras. Los vecinos estábamos avisados de que iban a talar las ramas de algunos árboles. Al bajar al parque he comprobado que había un claro y en la tierra los restos de uno de mis árboles aliados. He sentido una enorme tristeza. Ya cayó uno años atrás y ahora va creciendo un nuevo ejemplar. Un alivio. Esta semana ha sido talado el otro. El claro de luz en el parque no me consuela. Necesito creer que no ha quedado otro remedio solo que nadie nos dijo nada de semejante cirugía. 

Quiere el azar que esta misma semana conozca la historia de Isabel Nuñez y su tesón por salvar el azufaifo en la calle Arimon en Barcelona a través de un precioso libro, La ciutat comestible, de Pilar Sampietro, Ignacio Somovilla, Jabier Herreros y Jorge Bayo. El árbol centenario estaba sentenciado por el afán que tala, rompe, descuartiza, despuebla del verde de las ciudades para convertirlo en una operación más de especulación inmobiliara. Isabel sumó a vecinos, amigos y ecologistas a una causa que ganaron, no sin contemplar atónitos el desprecio y la burla de quien gobernaba la ciudad en aquel momento. Total, solo es un árbol, pensarían. Isabel murió hace unos años pero ha dejado escrito el libro La plaza del azufaifo, un árbol que da unos frutos que ella comía siendo una niña. Hoy es su hijo Guille quien le releva en luchas a favor de ciudades para el buen vivir y yo descubro a una mujer que se fue demasiado pronto y que voy conociendo en sus escritos en el blog. Ojalá lo editasen. Los árboles estarían felices de ser cuna de tan bellas y sabias palabras.

Recordé entonces otras luchas para impedir arboricidios como la de Wangari Maathai, activista y bióloga keniata que logró que se plantaran miles de árboles en su país. Le otorgaron el Nobel de la Paz en 2004, o aquella gesta de Julia Butterfly Hill que para librar de la muerte a la secuoya milenaria hizo de sus ramas morada. Vivió en el árbol 738 días, sobre una pequeña plataforma, sin descender ni un solo día, soportando dolores indecibles, tormentos a los que le sometió la propia empresa que quería arrasar con buena parte del bosque de secuoyas en el parque nacional de Grizzly Greek en California, y hasta venció al Niño, el temible huracán. Julia y la secuoya Luna, así la llamó, resistieron. “Nadie tiene derecho a robar el futuro para conseguir beneficios rápidos en el presente, Hay que saber cuándo tenemos suficiente”, escribió Julia en su libro El legado de la luna.

En Palma hay 35.000 árboles en las calles y otros 30.000 en zonas verdes. Parecen muchos pero no, y además, y así lo reconoce la responsable de Parcs i Jardins Inma Gascón, están mal colocados. Han dicho en el Ayuntamiento que van a plantar 10.000 árboles más en esta legislatura. Ojalá sea cierto y avancemos en el buen trato a la naturaleza que somos cum laude en destrozarla. 

Mientras podemos aprender de plantas y árboles como animan Stefano Mancuso y Francis Hallé. En Alegato por el árbol, Mancuso habla de la neurociencia de las plantas y explica cómo los árboles están conectados entre sí por sus raíces, como la red de internet, y cómo las plantas han aprendido a construir comunidades. En un bosque si un árbol, por el motivo que sea, no tiene nutrición, le falta agua, es mantenido con vida por los otros árboles que lo circundan. “La cooperación funciona mejor que la competición”, apunta el científico, a la vez que recuerda otra pauta de comportamiento de las plantas, su poder de convicción por la seducción. Convencido al igual que Dostoievski de que la belleza salvará al mundo. Pues andamos en las feas, o sea, que sentémonos bajo los árboles y aprendamos de la arquitectura de sus raíces, como estudió el botánico francés Francis Hallé.

“El árbol es una fábrica de depuración natural y gratuita: toma el gas carbónico y las partículas finas producidas por los automóviles, que se quedan dentro de él, y así impiden que circulen por el aire”. “Cada árbol es un ecosistema en sí mismo, y un gran conservador de la biodiversidad”. Lo vemos si nos acercamos a sus troncos, a sus ramas, a las flores, y contemplamos y escuchamos el ir y venir de insectos, pájaros y, sobre todo, esa fauna microscópica que está en el suelo. ¿Cómo es posible que destruyamos esta inteligencia vegetal que es capaz, entre otros prodigios, de protegerse a ellos y a más ejemplares cercanos a ser devorados por un incendio como hacen los cipreses?

Los árboles nos dan la vida de manera gratuita. Por eso no da ninguna risa que se los maltrate con talas que van a favor de la destrucción de la vida. Gracias a las Isabel, a las Julia, a las Wangari de la Tierra por salvar azufaifos, secuoyas, árboles del mundo.

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