Plaza de Santa Eulalia
Trenzan las campanadas su corteza
hacia un nido en milagro de infinitos.
Eclosionan las nubes
e invaden con su chispa la cetrina
plaza de Santa Eulàlia.
Breves aves traslúcidas
despliegan su extensión, caen en picado.
La zozobra metálica
da un tiempo a la paciencia y un sentido,
unifica su especie: solo un pájaro
vuela sobre nosotros ahora mismo.
De tan húmedo pico se condensa,
tan liviano y sensible como un trueno,
y machaca el mortero de la noche
con la delicadeza del amor.
Todo aquel que lo advierte
decolora su ser, impelido por el eco,
y así se purifica.
Qué grata vecindad
con el ave nocturna y salvadora
que ya reconocieron los antiguos.
No se esfume del mundo su plumaje,
no cesen las campanas de tañer,
no vuelva a oscurecernos el espino,
la piedra, la raíz del sufrimiento, su cruz,
tras tanta sangre, tanta vida sacrificada
innecesariamente, pero afín
hacia esta incomprensible sensación
tan próxima a los cielos.
Que el ave vuele libre y nos libere
mientras aún acertemos a escuchar,
terriblemente vivo y miserable,
lo que será invisible
si mezclamos destino con origen,
si aún le recordamos
su cáscara de nube putrefacta
a tan bella criatura
ajena a todo crimen.
Al fin está sonando la última campanada.
Como cualquiera ahora en esta plaza,
miro al cielo, me despido del mal.
Daniel Martínez Bauzá