Los pájaros

Los pájaros

Los pájaros

Il·lustració: Toni Salvà.

Alguien acude a una farola para dejar su SOS como quien deposita el mensaje en una botella que lanza al mar. “Se perdió mi ninfa en el barrio del marqués de la Fuensanta. Se sube a la mano. No pica”. Acompaña el ruego con foto de la deidad, un ave tropical con un penacho amarillo y dos remaches oscuros por ojos. Meses después, otra urgencia: “Se nos ha perdido Simba”. Es un ejemplar de cotorra argentina, la especie que hace años ha colonizado algunas ciudades de España al igual que las llamadas cotorras de Kramer. Los loritos llegados de Argentina y Uruguay eran vendido en España de manera legal como mascota. Muchas de aquellas ninfas no quieren rejas y han escapado a bosques como el de Bellver. Hoy sus dueños las lloran.

Durante el confinamiento, el silencio en las ciudades nos devovió los trinos de los pájaros. Teníamos tanto tiempo que mirábamos desde nuestra casa celda los cielos limpios. Más de uno divisamos alguna rapaz en nuestra pequeña calle. Todos nos maravillamos en esos meses de encierro del canto de los pájaros, y compartimos gorgoritos y silbos en un éxtasis colectivo gratis total. 

Leo esta misma semana que según un estudio de la Universidad de Kiel observar a los pájaros es una fórmula para la felicidad. Cuantas más aves veamos, más dichosos seremos. Ahora entiendo la cara de bobos que se nos pone cuando observamos a los gorriones dando saltos de mesa en mesa a la caza de una miga de pan o una arista de patatilla. Hoy con las tabernas cerradas, los pequeños pajarillos se las apañan en las cornisas de los paseos junto al mar, igual que hacemos los de a pie. A propósito de este estudio, Cristina Sánchez, delegada de SEO/Birdlife en Cataluña, explica en el artículo de La Vanguardia que mirar pájaros “aumenta la circulación de endorfinas, rebaja el estrés y nos conecta con el entorno natural”. 

Ya están ustedes mirando al cielo a ver si vislumbran a la ninfa y a Simba, no sea que a sus dueños les entre la pena más negra, aunque como consuelo les plantearía si no aumenta su dosis de felicidad saber libres a sus pájaros y a la vista de todos como una Arcadia común que vuela entre las ramas y las copas de los árboles de la ciudad. Compartir también libera endorfinas. ¡Me avala la experiencia, pero estoy segura que por ahí andan estudios europeos que lo certifican!

Lo sabe bien Jared Diamond, un humanista con la torre de Babel en su cabeza. El ornitólogo, fisiólogo, geógrafo, que habla diez idiomas, entre ellos latín y griego y algunas lenguas indígenas de los lugares que ha estudiado, pasó de la fascinación de estudiar células y membranas al estudio de las aves de Nueva Guinea y otras islas del Pacífico. En su libro El mundo hasta ayer, con el que obtuvo el premio Pulitzer en 2013, comparte sus estudios sobre las culturas indígenas y lo mucho que nos podrían enseñar a los ufanos occidentales. “No puedo imaginar un mundo sin aves, sería un mundo en silencio”. 

No sé si perderme entre las nubes o en el baile de los pájaros, o conjugarlo todo estas mañanas claras de invierno mediterráneo. Abrir los ojos y escuchar al mirlo que ha anidado a cientos en este parque urbano en el que he visto volar a un halcón. Creí que me bastaba con el zancudo de hierro de Ferrán Aguiló pero siempre gana la naturaleza: Me quedo con los pájaros de pluma, y me dejo guiar por la abubilla igual que hicieron las 30.000 aves en busca de Simurg en el bello libro del poeta persa La conferencia o el lenguaje de los pájaros. 

No tengo duda, mirarlos, estar atentos a sus silbidos, a sus cantos, ver la más bella y sabia ingeniería de sus vuelos, observar las bandadas de estorninos dibujando paisajes fugaces, puntillismo puro o hilachas de humo, es una sobredosis de endorfinas. No les encerremos ni les disparemos. Corremos el riesgo de su respuesta. Y si no, pregúnteselo a Alfred Hitchcock.

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