Libélulas de acero
Libélulas de acero
No sé si se mira mucho o poco el cielo. Yo soy asidua a perderme en ese itinerario sin fin porque es el viaje más libre que conozco, es gratis, no deja huella ecológica, no hay que llevar equipaje, está abierto las 24 horas del día los 365 días del año y lo puedo hacer sola o en compañía.
En aquellos largos y extraños días de encierro aceptado, el cielo se llenó de pájaros. Volaban descansados sin ese aire enrarecido, contaminado; creo que advertí en su vuelo cierta extrañeza, incluso diría que me sentí observada por mis amigos los pájaros. Por una vez éramos nosotros los enjaulados.
Pero hoy no estoy aquí para escribir de pájaros. Hoy he mirado al cielo y he visto otros vuelos, los de esas libélulas mecánicas que revolotean sobre nuestras cabezas para vigilarnos.
Cada vez que escucho el sonido de un helicóptero de la Policía, cada vez que los veo sobrevolando mi trozo de ciudad, me entra desasosiego. Ya sé que están cumpliendo su deber de proteger a la ciudadanía pero me siento intimidada.
En tiempos de pandemia todo regresa, cualquier escenario es posible. Aparecen en el magma de nuestras neuronas recuerdos de películas como aquella secuencia de Apocalipsis Now en la que una división de asalto aéreo se acerca a un poblado de Vietnam sobre el que descargarán la mortífera munición. Con una perversa sabiduría, Francis Ford Coppola usó la aterradora e hipnótica La Cabalgata de las walkirias de Wagner, música que acompaña ese vuelo mortal sobre una aldea en la que la cámara puso ante nuestra mirada otra escena: la salida al patio de la escuela de unos niños que en unos segundos serán guiados por la profesora, todos con camisas blancas y ella también, a un lugar donde resguardarse de esos pájaros mecánicos cargados de muerte. Sabemos que muchos de ellos están a punto de morir ametrallados. Suena Wagner. Sobre el blanco, el rojo sangre.
Como respiro a la tensión, me abrazo al humor de Woody Allen y recuerdo una de sus célebres frases, en concreto en la película Misterioso asesinato en Manhattan. Woody, interpretándose a sí mismo, le dice a Diane Keaton tras salir de la ópera “¡Cada vez que escucho a Wagner, me dan ganas de invadir Polonia”. Las risas relajan una verdad comprobada: la música del compositor alemán ha sido utilizada en distintas guerras para estimular el ardor guerrero.
Regreso la vista al cielo, limpio en estas calmas de invierno. Hoy está libre de helicópteros. Hoy ha vuelto la pareja de milanas a maravillarme, a relajar la inquietud que me causa el saber los peligros que entraña la Inteligencia Artificial (IA) si no hay un código ético sobre su uso, si no existe transparencia. Desde los macrodatos acumulados para combatir la COVID-19, el reconocimieto facial, los selfies geolocalizados utilizados en China y denunciados por Amnistía Internacional (AI). O la cantidad ingente de datos que recogen las compañías de telecomunicaciones, en algunos países sin las protecciones de anonimato, lo que se traduce en poner al pairo detalles de nuestro ámbito privado como temas de salud, por ejemplo el de pacientes infectados, un dato que puede convertirse en estigma.
En uno de sus informes AI recuerda que “muchas de las tecnologías que se están introduciendo usan algoritmos opacos con datos sesgados cuyo uso en la toma de decisiones afianza la discriminación de ciertos grupos”. Estemos atentos, miremos al cielo, con los ojos bien abiertos. Debemos exigir a las empresas que “no utilicen esta crisis sanitaria para eludir sus responsabilidades en materia de derechos humanos”.
Escribo hoy entristecida y muy preocupada en una semana negra para las libertades. “Als que vam néixer durant la guerra aquest país encara ens fa por”, dijo Joan Margarit, el poeta que ha muerto en una semana negra. DEP Joan Margarit.