Edo Ñame Malanga

Edo Ñame Malanga

Edo Ñame Malanga

Il·lustració: Toni Salvà.

Ahora que podemos volver a sentarnos en el exterior de bares y terrazas es probable que miremos los rótulos de sus menús con entusiasmo renovado. Yo soy de las que miro con más detenimiento cuando camino distraída por las calles. En uno de estos paseos mi mirada se hizo intención de novela al leer Edo Ñame Malanga. Lo apunté en un papelito que olvidé en un bolsillo hasta que días atrás, buscando el gel desinfectante que siempre llevo encima, lo abrí. Edo Ñame Malanga.
Al llegar a casa me fui directa a buscar el significado de aquellas tres palabras. En realidad el trío de vocablos atiende a un mismo o similar concepto: se trata de un tubérculo cuyo cultivo se inició hace 7.000 años en las montañas de Papúa Nueva Guinea. Mi mirada se hizo paladar.

Los humanos conquistaron la palabra 100.000 años atrás pero tardaron muchos años más en dar reproducción a aquellos balbuceos orales en las humildes tablillas de barro hasta quedar convertidos en los primeros signos del lenguaje. En ese largo viaje evolutivo, entremedias, un sapiens metió las manos en la tierra y extrajo una planta herbácea que tiempo después se come en buena parte del mundo. Incluso ha viajado a Mallorca. El alimento principal de la tribu Igbo de Nigeria puedes ponerlo en tu mesa mallorquina.
Hace 300.000 años, los que nos precedieron domesticaron el fuego, el mismo que van a utilizar colombianos, hondureños para alimentarse con el ñame, la misma planta que en México, Puerto Rico, Guatemala y España llamamos malanga. En países de Europa también se la conoce con el nombre de Edo. Ya lo dijo Marcel Maus, “la alimentación es un hecho social total”; los alimentos han viajado sin cesar en hatillos de tela, en zurrones y en maletas de piel de vacuno, en cajas de cartón, en bolsas de plástico. Seguir su huella es volver a mirar a aquellos que fuimos hace ya millones de años, cuando nos hicimos sedentarios y nos atamos a la tierra. Los vocablos como ese ñame o malanga escaparon y se hicieron viajeros.

Desde la óptica ciéntifica somos omnívoros, comemos de todo, “nos preceden generaciones de carroñeros”, como apunta Josep Muñoz Redón en su libro La cocina del pensamiento, o como expresó elocuentemente Marvin Harris, los humanos comemos “secrecciones rancias de glándulas mamarias, hongos o rocas”, es decir, queso, champiñones y sal. La neurociencia le pone sal y pimienta a la alimentación. Las ganas de comer o la inapetencia, la gula o el hurtarse de alimentos están entre el cerebro y el sistema digestivo. Entre determinadas hormonas y las señales nerviosas de la pared del estómago se dan avisos que el cuerpo atiende como hambre o saciedad. Es en ese tránsito donde se genera el buen paso o el pisotón entre una extraña pareja de baile que se mueve por las ganas de comer o la necesidad de recompensar sus tristezas con el aliño alimentario.

Edo Ñame Malanga sigue ahí frente a mis ojos, escrito a mano sobre un papel pegado con celo en el escaparate de ese cubículo humilde que no puede llamarse tienda de comestibles pero que a mí me ha alimentado la curiosidad y ha corroborado que somos locales y globales, que hay km 0 sí, y también viajes inmemoriales que deberían sacudirnos la costra de prejuicios que, ojalá, no nos alimenten más.

Les dejo con aquel anuncio antiracista alemán que Manuel Delgado me regaló como prólogo a Yo soy, la primera semilla libro que planté hace unos años, para que de regreso a las terrazas, sepamos que quien nos atiende, lo que comemos, el dueño del bar, o del badulake de la esquina o del puesto del mercado tienen millones de años de historia.
“Tu Cristo es judío, tu coche es japonés, tu pizza es italiana, tu democracia es griega, tu café es brasileño, tus vacaciones son marroquíes, tu numeración es arábiga, tus letras son latinas…. ¿y aún te atreves a decir que tu vecino es extranjero?”. Pues eso, Edo Ñame Malanga

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