Cinco minutos de felicidad

Cinco minutos de felicidad

Cinco minutos de felicidad

En una semana de bajón me propongo escribir sobre aquellos cinco minutos de felicidad que el azar me otorgó diez días atrás cuando me encontré con un par de amigos en la calle vaciada, como esos pueblos de España al que ahora muchos miran como horizonte ante este marasmo urbano que vivimos.

Los ojos brillaron ante el encuentro casual, seña de identidad propia de ciudad de provincias que hemos perdido con la pandemia, y al ‘¿cómo estás?’, o el ‘¿cómo tú por aquí?’ siguieron cinco minutos de charleta de esquina a la que se incorporó el dueño de la zapatería tras vender un par de zapatos después de una larga hora de lidiar con aquellos clientes, que, literal, “me han revuelto la tienda; ¡total para llevarse los más rebajados!”. Decir que los zapatos del amigo son artesanía pura, filigranas del buen oficio. No son baratos. Los tres nos pusimos al día, enmascarados y prudentes, a distancia. Al despedirme de ellos, tras repetirnos el mantra ‘cuando todo esto acabe, nos abrazaremos, bailaremos hasta decir basta’, sonreí. Tuve cinco minutos de felicidad.

De camino a casa, el paseo se llenó con una certeza: no hay online, no hay whatApp, no hay streaming ni zoom que valgan lo que hay en las costuras de un encuentro con un ser de carne y hueso. Ahora que vamos entendiendo que esto no es más que un experimento, que nos vamos familiarizando con términos como transhumanismo que plasmó Julian Huxley en su libro Odres nuevos para un vino nuevo, escrito en 1957, que nuestros smarthphones son prótesis que están liquidando nuestra memoria, que la ciencia ficción es cada vez más ciencia y menos ficción, regreso al origen… Hasta donde sabemos. Vuelvo a la cueva.

De aquel Frankenstein o moderno Prometeo que creó Mary Shelley en 1816, el año sin verano, llamado así por la irrupción del volcán Tambora que produjo un largo y frío invierno volcánico en el hemisferio norte, a los descubrimientos en IA, las modificaciones en nuestro genoma, las terapias celulares, la impresión en 3D que en breve imprimirá órganos humanos o los robots que ya están en casa, acompañándonos como mascotas, un mapa de escenarios nos abruma. Nuestro pensamiento discurre del ayer, al ahora y al mañana, sin tener más certeza que este instante en el que mirando a los ojos de nuestros ancestros no sé porqué me pregunto qué es la felicidad.
Esta misma semana leo en La Vanguardia una entrevista de Lluís Amiguet al filósofo John Sellars. Afirma que “hemos nacido para cooperar o para ser desgraciados”, o lo que es igual, que “nada humano me es ajeno”, de aquel Terencio que nació esclavo y fue liberado por el senador Terencio del que recibió nombre. ¡Cuánta felicidad!

Busco en la cueva y me tropiezo con el capítulo Y vivieron felices por siempre jamás, del Sapiens de Yuval Noah Harari. Resulta, entre muchas otras aportaciones, que también la felicidad es química, que “nuestro mundo mental y emocional están regidos por mecanismos bioquímicos modelados por millones de años de evolución”. O sea, que la felicidad como concepto subjetivo que es no tiene que ver con las alegrías o miserias de la vida que te puedan tocar en suerte, qué va.
“A nadie le hace feliz ganar la lotería, comprar una casa, ser promovido o incluso encontrar el verdadero amor. A la gente le hace feliz una cosa, y solo una: sensaciones agradables en su cuerpo. Reacciona a varias hormonas que recorren su torrente sanguíneo, y a la tormenta de señales eléctricas que destellan en diferentes partes del cerebro”. De modo que entre química y electricidad anda el juego. También seremos más felices si le otorgamos un sentido a nuestra vida, aunque nos las tendremos que ver el motor que favorece la dicha y la felicidad, el autoengaño.

Entre hormonas, bailes electrónicos, entre biología, filosofía y el terreno pantanoso de las ilusiones, la felicidad es un enigma. ¿Eres más feliz que el cazador y la recolectora que vivieron en la cueva de Chauvet? Yo solo sé que en esos cinco minutos de encuentro casual en una calle vacía con unos amigos, hablando de zapatos y otros chismes, fui feliz. ¡Gracias Philippe, gracias Pedro!

Deixa un comentari

L'adreça electrònica no es publicarà. Els camps necessaris estan marcats amb *