Inquilinos del metal

Il·lustració: Toni Salvà.
Vamos a tener que rescatar palabras en desuso, o mejor, resituarlas, acomodarlas al nuevo escenario que está provocando este guión inacabado de la COVID19. A lo que la mayoría denomina vivienda, para un cada vez más numeroso sector de la sociedad se la llama calle. Y en sus variadas acepciones podemos usar soportales, parques, locales y también coches.
No es novedad hacer del utilitario cobijo; en situaciones de crisis, la caracola de ruedas acaba siendo el penúltimo refugio antes de acabar bajo un puente, o literalmente, en la rúe.
Somos claroscuro, somos día y noche. Mientras este verano se pusieron de moda las caravanas y sus modelos tuneados para pasar unas vacaciones indie, a la verita de casa, para vivir ‘experiencias’ menos contaminantes, más seguras y en aras de descubrir qué bonita es Mallorca, algunas zonas de Palma se llenaban de coches abandonados.
Los vimos en las primeras fases de la desescalada, en aquellos paseos perimetrales -así les llamaron en este nuevo lenguaje que nos están inoculando-, y que hoy van en aumento. Muchos son abandonados y retirados por la grúa que los deposita en el extrarradio como si éste fuera un vertedero, pero antes de acabar en ese camposanto de barrio periférico, han cumplido su misión: ser tabla de salvación in extremis.
Los he visto. En su interior, ropa revuelta como atrezo de una mala noche, de pesadilla y de ojeras, algunos con las hojas de libros arrancadas, como quien lee un poema a mordiscos, y también he vislumbrado cepillos de dientes, peines de un neceser destripado. Nunca he visto a nadie en su interior pero no es difícil imaginar el cuerpo retorcido, ajustando piernas y brazos al volumen ganado a los asientos y maletero. Qué mal sueño dormir entre metal y desaliento.
En víspera del Día de difuntos, recuerdo que conocí a un hombre que vivía entre las tumbas en el cementerio de Son Valentí. Herido de un mal amor, lo perdió todo y se fue a vivir con los muertos. Un día como hoy, un 30 de octubre, 110 años atrás, nació el poeta Miguel Hernández. Los de siempre, los de la goma y la porra, negaron sus versos en La Almudena de Madrid. Hoy los rescato en homenaje al poeta de alpargatas, bello y certero que quizá duerma en algunos de esos coches abandonados.
Para la libertad me desprendo a balazos
de los que han revolcado su estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,
de mi casa, de todo.
Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.
Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida