Turismo de interior

Turismo de interior

Turismo de interior

Il·lustració: Toni Salvá.

¿Verdad que nos educaron en consignas del tipo alíate al enemigo si no puedes vencerle? He decidido pertrecharme de una mochila de viaje y convertirme en turista en este Paraíso perdido, un destino al que millones de personas quieren llegar en sus distintas modalidades. Por realismo y practicidad, aparto el cáliz del que bebe el turismo de borrachera al igual que le hago ascos al de sol y playa que estoy hasta arriba de encontrarme colillas, condones usados, compresas y mascarillas. Tampoco accedo al turismo que viaja en jet privado porque entre otras cosas no lo tengo ni siquiera amigos que me lo presten. Al Eclipse lo dejo en puerto que necesita un refit tras las millas en el Mediterráneo. Así es que me alío al turismo de middle class, ese que viaja en low cost, se paga un airbnb con derecho a balcón con vistas al alero de un monumento y me dedico a hacer realidad ese turismo de sensaciones o también llamado de experiencias. Para qué me voy a ir lejos si ya he llegado a destino sin subirme al avión, o al ferry y aquí estoy, en transporte km0. Para que no digan que una no es sensible a cuidar el medio ambiente, a la Pachamama que la pobre está hecha unos zorros, ¡la verdad! 

Voy a contaros lo que he visto en estas minivacaciones en mi ciudad, haciendo turismo de interior. Lo primero es que no se diferencia en apenas casi nada a otras ciudades que el turista ha visitado: aquí también me tropiezo con miles de cruceristas que salen en manada de esas humeantes y ruidosas ciudades flotantes, en cada esquina del casco histórico puedo saciar mi sed con un expendedor de bebidas y snacks a precio del tipo de turista ‘un par de horas en cualquier ciudad’ y si quiero socializar me paro en un badulake del que salgo muda como entré porque el que atiende, recién llegado del Punjab, no habla, musita. 

Presumo de ser viajera y destierro a quien me llame turista por ello voy en busca de lo auténtico del lugar. Visto que en el casco histórico se escenifican los mismos decorados que Barcelona, Venecia, Lisboa, Amsterdam, dirijo mis pasos hacia el ‘pintoresco’ barrio marinero de Santa Catalina. Más de lo mismo solo que aquí los turistas se han convertido en propietarios. Me las veo y deseo para encontrarme a un aborigen porque tengo interés en prácticar las lenguas del lugar. Alcanzo una calle en la que en apenas diez metros contemplo asombrada dos way of life, traducida en la nula convivencia entre los autóctonos y los nuevos propietarios. Éstos practican el breakfast verde, lleno de suculencias veggies, a un precio medio de 15 euros. No entiendo lo que dicen porque no hablo las lenguas de la Europa del norte así es que en mi afán por hacerme con la cultura del lugar, me dirijo al bar de la esquina donde sí entiendo lo que dicen y, muy importante, puedo comerme un pa amb oli, barato barato, y al fin hacerme un selfie posando como una auténtica mallorquina. Turismo de sensación.

A mis vecinos les escucho hablar de amigos sin trabajo, o de cómo gracias a haber vendido la casita que les dejó la abuela en la Colonia de Sant Jordi pueden salir adelante alquilándola los meses de verano a 1.500 euros la semana de media; incluso los hay quien han hecho suyo un refrán muy popular en estas tierras: vendre ses cases i anar de lloguer. En mi moleskine anoto: el aborigen se ha hecho machadiano y anda ligero de equipaje, o me estoy equivocando y lo que sucede es que la ciudad está en coma, víctima de este modelo económico que se ha reforzado con la pandemia. Encuentro en la red una entrevista al geógrafo Ivan Murray: “La turistificación es la muerte de la ciudad. Al desaparecer el zumbido de la vida urbana, solo queda el sonido de las copas en las terrazas”. Lo dijo en 2018, ahora vamos a por más copas. Demasiada sed. 

P.S. La aborigen que soy se ha servido de anglicismos en algunos momentos porque se ha vestido de turista y como ya sabemos, el modelo imperante, habla inglés.

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