Palma: Barrios degradados y barrios degenerados

Palma: Barrios degradados y barrios degenerados
Carlos García-Delgado
Arquitecto

A comienzos del siglo XX, con el plan de ampliación de la ciudad de Palma por fuera del recinto amurallado, aparecieron nuevos solares que se fueron construyendo con edificios de tipología tradicional (pequeñas casas en planta baja ocupadas, muchas de ellas, por personas procedentes de la part forana) o con pequeños edificios de  dos o tres plantas. Y la ciudad antigua, que era vista como poco soleada e insalubre, fue poco a poco abandonada. Hasta tal punto se despobló que, en las décadas finales del siglo, cuando en Palma alguien hablaba de barrios degradados, se entendía que se refería a los del Centro Histórico. El Puig de Sant Pere, la Calatrava, el Barrio Chino, y hasta el centro más señorial, en los alrededores de la Catedral, mostraban señales evidentes de deterioro y despoblamiento. El, así llamado, Ensanche, resultaba más saludable y atractivo. Y también se mantuvieron los barrios periféricos -como la Soledad, Santa Catalina, Son Españolet,  Son Rapinya, Son Armadans o El Terreno- que se habían construido, la mayoría, a lo largo del siglo XIX respetando la distancia a las murallas que las normas militares imponían. Con el plan de Ensanche, estos barrios se integraron al plano de la ciudad, y la degradación del Centro Histórico vino motivada por aquella corriente centrífuga de la población.

Pero hoy la situación se ha invertido. Ante el fracaso urbanístico y arquitectónico -si me es permitido decirlo- de la nueva ciudad, se está produciendo desde hace décadas un paulatino retorno al centro antiguo. La ciudad medieval resulta más acogedora, sugestiva y emocionante, que la impersonal trama del Ensanche que, después de un periodo de arquitectura digna (años 20 a 50), se vio ocupado por otra de bajo perfil. Y se inició el fenómeno inverso: a comienzos del siglo XXI el Centro Histórico ya era la zona más valorada -los precios de las inmobiliarias no ofrecen dudas- al tiempo que aquella periferia, aunque todavía joven y bien conservada, empezaba a mostrar alarmantes síntomas de degeneración en diferentes barrios. 

¿Por qué hablo de degeneración? Hay que distinguir: un barrio degradado es aquel en que los edificios antiguos no fueron debidamente atendidos y entraron en un proceso de deterioro físico: el Puig de Sant Pere, a mediados del siglo XX, era un barrio degradado. Pero un barrio degenerado es otra cosa; puede estar hecho de edificios modernos y sólidamente construidos, pero inadecuados en ese sitio, capaces de dar al traste con los valores urbanísticos del barrio. La City de Londres -con sus modernos y relucientes edificios de vidrio y acero- sería un ejemplo sangrante. Washington Irving describe, en su emotivo relato Little Britain, cómo el antiguo barrio comenzó a degenerar a inicios del siglo XIX. Y por desgracia no es el único en Europa. Hoy en la periferia de Palma existen unos cuantos barrios degenerados. Hablemos, por ejemplo, de El Terreno. 

Plaza Gomila. Años 50. Fons Rul·lan. Arxiu del So i de la Imatge de Mallorca.

Fue uno de los más codiciados de Europa, un prodigio urbanístico: asentado en la falda de la colina de Bellver, una ciudad-jardín a escala humana comunicada por tranvía con la ciudad, todas sus casas con vistas panorámicas sobre la bahía y, a la vez, un ambiente de barrio autosuficiente: hornos de pan, iglesia, colegios, etc. Muchos artistas europeos y americanos -pintores, músicos, escritores- eligieron ese enclave en la primera mitad del siglo XX como el sitio perfecto para su inspiración, y se mezclaron de forma enriquecedora con la población mallorquina. 

Foto: Diario de Mallorca.

Pero hacia 1970 sobrevino la desgracia. El barrio entró en un brusco y vertiginoso proceso de degeneración. Y la causa es bien conocida: no hubo deterioro físico, sino ambiental: el ayuntamiento permitió la construcción ¡en semejante paraíso! de execrables bloques de apartamentos de hasta diez plantas que, para mayor desatino, mostraban todas las miserias de una ramplona arquitectura mercantil. A los pocos años se habían construido media docena de ellos, que acabaron de un plumazo con el paisaje, con el ambiente y con la maravilla. Punto y final de una brillantísima historia. Aquello fue “visto y no visto”: los artistas hicieron raudos sus maletas, las casas fueron abandonadas y los precios se desplomaron. Menudeaban las casas vacías, que se fueron dividiendo en pequeños apartamentos cutres, alquilables a bajo precio. Aquellos pocos bloques habían conseguido la degeneración del barrio entero. Todavía hoy pueden verse algunas de las antiguas villas abandonadas, con su jardín convertido en selva, que mantiene el aroma del jazmín y la datura como un grito desgarrado desde el más allá. La pérdida económica, social y urbanística fue enorme. Y la reflexión que se impone es sencilla: si quisiéramos recuperar El Terreno la única solución -no nos engañemos- pasa por demoler esos edificios inadecuados que fueron la causa de su ruina. Ninguna solución de paños calientes puede acabar con un cáncer. Y, como es bien sabido, si el cáncer está localizado exige cirugía. Es cierto que esta operación no es gratis, porque antes de demoler los ofensivos edificios habrá que comprar uno por uno los apartamentos (que no son baratos, magníficas vistas). Pero ¿dónde va a estar mejor empleado el dinero de la ecotasa si es que vuelve a recaudarse? 

Foto: Bartomeu Reus.

La lección que hay que extraer es simple: la degeneración es mucho más dañina que la degradación. Porque, vean: la degradación del Centro Histórico tuvo marcha atrás; se detuvo a partir del Plan General de 1985 en que se impuso una rígida normativa conservacionista. Paradójico: lo que revalorizó el Centro Histórico fue una prohibición: se prohibió tirar los edificios, y si alguno se caía era obligatorio reconstruirlo. A partir de ese momento, los viejos edificios  se rehabilitaban. Y esa obligación fue lo que  salvó urbanísticamente la ciudad medieval y la revalorizó económicamente. Con una lacerante excepción: el Barrio Chino. Ese barrio contenía una trama de calles laberíntica, típica de las ciudades medievales norteafricanas, y era sin duda una permanencia de la Palma musulmana. Era un barrio degradado, ¡pero en absoluto degenerado! Y aquí se aplicó la terapia equivocada: cirugía total. Error. Ese barrio podía haber sido rehabilitado como lo fue el resto de la ciudad antigua. Pero se entró con las excavadoras como elefante en cacharrería. Grave error ¡La degradación se resuelve rehabilitando! La degeneración en cambio, es más difícil de resolver porque, esta sí, en ocasiones exige cirugía; lo que implica apreciables sumas para comprar y demoler edificios inadecuados. Pero hay que ser conscientes de que no se trata de un gasto, sino de una inversión rentable. La mejora del paisaje -urbano y rural- de Mallorca no pasa por hacer algo sino por deshacer lo errado. Cuando uno se equivoca, debe corregir. Y la corrección, en este caso, incluye la palabra demolición. ¿Recuerdan ustedes el insolente edificio de pisos que se asentaba sobre el Baluart del Príncep de la muralla renacentista? Durante décadas tuvimos que soportar el humillante bochorno de contemplar ese bloque como el saludo de bienvenida a la ciudad. Era como una carta de presentación que rezaba: está usted llegando a un sitio dudosamente civilizado. ¿Cuál fue el perjuicio real -en imagen y en dinero- que esta carta de presentación significó? Porque ese bloque devaluaba la ciudad entera. Para tirar el maldito bloque hubo que comprar los pisos, uno por uno. Muy bien, pero ese coste fue una rentabilísima inversión. Porque era mucho más lo que la ciudad ganaba. Sólo hubo un pero: aunque su demolición era de una urgencia evidente, desde que se decidió tirar el edificio hasta que se tiró pasaron ¡más de treinta años! La gestión de los dirigentes políticos -Ajuntament, Consell y Govern- no fue precisamente ágil y esta lentitud perjudicó  a la ciudad -y a la isla- durante otros treinta años. Esta ineficiencia en la gestión sale, en el fondo, muchísimo más cara que el coste de comprar el edificio. Los casos flagrantes deben ser abordados  sin demora. El Terreno no es hoy el único barrio degenerado de Palma, pero es uno de los que están causando mayor perjuicio a la ciudad, porque urbanísticamente es mucho lo que se pierde, y es patrimonio de todos. Curiosidad: hasta hace poco, la degradación de un barrio se notaba porque sus edificios se caían. Ahora es al contrario: la degeneración avanza porque algunos edificios no se caen, o no se tiran.

                     Otra cuestión preocupante es el caso de edificios abandonados, como el de Gesa y otros. Les contaré una anécdota. Recientemente y durante varios años, un grupo de profesionales expertos, todos miembros de Palma XXI y apoyados por el Colegio de Arquitectos, entre los que se contaban historiadores, arquitectos, archiveros, especialistas en museos, arqueólogos, documentalistas, fotógrafos y maquetistas, nos ofrecimos a los políticos de turno -regidors del Ajuntament, consellers de Cultura del Govern, responsables de Cultura del Consell, Rector de la Universitat- para organizar un museo de la Ciudad. Palma es una de las ciudades europeas con una historia más rica (cosa que no todos los palmesanos conocen). Cuando fue asaltada por la Corona de Aragón en 1229 ya tenía mil trescientos años de historia y era una de las diez más grandes de Europa, unas cuatro veces mayor que Barcelona, y siguió siendo más extensa que Barcelona hasta mediados del siglo XIX. Sus murallas renacentistas, mandadas construir en el siglo XVI por Carlos V para protegerse de la amenaza turca (se siguieron construyendo durante tres siglos), no fueron igualadas en extensión y diseño, por ninguna otra ciudad europea. En fin, qué les voy a contar, la Catedral gótica -cuarta en altura del mundo- es la única construida al borde del mar y la única que mira a La Meca, el castillo de la Almudaina es la antigua alcazaba árabe y tiene más de mil años, etc. Pues bien, una ciudad con un patrimonio tan enorme no fue capaz de ofrecer cobijo a un pequeño museo de  tanto interés para los propios habitantes de la ciudad y para sus numerosos visitantes. Estaba claro que el turismo de pizza y cucurucho merecía más atención que el cultural. El equipo de profesionales que ofrecía sus conocimientos motu proprio, sin pedir nada a cambio, no obtuvo respuesta alguna a pesar de que existían edificios infrautilizados, como, entre otros, la casa señorial de Can Oleo o el casal Balaguer. El apoyo institucional fue nulo. Cero. Ni una llamada ni un email para concertar un plan, a pesar de que todos esos supuestos gestores de la hacienda pública habían manifestado -de boquilla- el mayor interés. Ninguno de los consellers o regidors movió un solo dedo. Naturalmente, hartos de perder el tiempo y la energía, abandonamos el intento deseando no volver a verles la cara a tan inútiles gestores que, sin embargo, cobraban religiosamente su sueldo a final de mes. Fin de la anécdota: existen edificios infrautilizados, y hay que agradecerlo, en gran parte, a la incapacidad de gestión de los políticos responsables. Pero volvamos a los barrios degenerados. 

La degeneración no siempre viene motivada por la construcción de edificios inadecuados. Puede tener otras causas. Ya sabemos que el turismo de masas es un peligro en muchos sentidos para el equilibrio social y urbanístico de los sitios visitados. Venecia no es hoy una ciudad degradada sino, algo peor, degenerada. Y el motivo no es, en este caso, que se hayan construido bloques infames como ocurrió en El Terreno, sino porque se ha permitido una afluencia masiva de visitantes. Esta permisividad ha fulminado la ciudad. No exageremos -me dirán ustedes- la ciudad sigue ahí. Pero no es cierto. Ahí siguen sus edificios, pero una ciudad es muchas más cosas que sus edificios. Es la gente que la habita y son sus actividades, su pulso vital: comercios, escuelas, bares, mercados, paseos, etc. Cuando los espacios son masivamente modificados para atender a los turistas, los habitantes y sus actividades también desaparecen, y la ciudad degenera de forma imparable. Venecia es hoy -como tantos otros pueblos o ciudades turísticos- un cascarón vacío de contenido. Un puro escaparate para turistas que, en su ignorancia, creen visitar Venecia. Pero hoy Venecia, vean, ya no puede ser visitada. Por una sencilla razón: porque ya no existe. Existen sus piedras, para ser vistas, pero sin la emoción que les daba el estar vivas. Si John Ruskin (Las piedras de Venecia) levantara la cabeza, volvería a agacharla inmediatamente. Hoy sus edificios son sólo cadáveres embalsamados, que pueden ser vistos con la misma frialdad que lo haríamos desde la pantalla de un ordenador o desde la camilla de un taxidermista. Solo la ingenuidad o la necrofilia pueden ser excusa para visitar hoy esa ciudad, que vendió su espíritu hace tiempo y hoy vende su esqueleto. Palma ha iniciado ese estúpido camino. Los comercios y los bares que estaban al servicio de sus habitantes han ido poniéndose al servicio exclusivo de los visitantes. Cambiaron sus productos de venta, pero también su aspecto -que ha devenido insípido e impersonal- y los habitantes de la ciudad son ya unos extraños en esos sitios. Ellos mismos los evitan, ya no entran; saben que están preparados sólo para turistas. De modo que la ciudad va perdiendo jirones de sí misma hasta quedar poco a poco en los huesos, como esos animales devorados por los buitres. Pasear hoy por según qué calles de la ciudad es como moverse en territorio ajeno, casi ya desconocido. El sinsentido alcanza tales cotas que muchos comercios están concebidos para atender exclusivamente a una masa de cruceristas que irrumpen durante unas pocas horas y luego desaparecen. Ellos desaparecen, pero los comercios quedan, vacíos, esperando la siguiente remesa. Queda la ciudad degenerada. 

Conclusión: ¿deberían demolerse esos bloques execrables que convirtieron El Terreno en un barrio degenerado? Es evidente que sí. ¿Deberían prohibirse los cruceros -y la exagerada proliferación de hoteles- en los centros históricos? Es evidente que sí. ¿Se hará? Es evidente que no.                    

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