La Tierra manda

La Tierra manda

La Tierra manda

Il·lustració: Toni Salvá.

Un simple contratiempo es suficiente para relativizarnos, ponernos en otro sitio. ¿Cuál? En el lugar de la fugacidad, la fragilidad, la mortalidad. Y a la vez en sus correspondientes opuestos: la permanencia, la fortaleza y la eternidad. Hagamos un cóctel con todos ellos y nos tropezaremos con la historia de la humanidad.

Mi compañero cuántico Toni Salvà me señaló el otro día, a raíz de la erupción del volcán de La Palma, el que “por mucho que hagamos, al final la Tierra manda”. Lección de humildad, de acuerdo, aunque yo procedo del ámbito de la Geografía e Historia y añado que nosotros también nos ponemos a mandar. Al sofisma del ser “la medida de todas las cosas”, me instalo en el humanismo en revisión.

La erupción del volcán de La Palma nos ha dejado consternados, sobrecogidos, fascinados también con la espectacularidad, con el dramatismo de las imágenes de la llegada de la lava al mar. Las lenguas de fuego lamiendo la tierra, devorando casas, cosechas, echando cenizas, poblando el aire de gases, algunos irrespirables, nos deja en suspenso.

El interior de la Tierra revienta, el magma se sale de sus costuras. Expande su colada y petrifica todo aquello que a su paso encuentra como a los habitantes de Pompeya. En el confinamiento volví a ver la película Viaggio in Italia, de Rossellini, en la que la pareja protagonista, Ingrid Bergman y George Sanders viven el ocaso de su matrimonio. En una de las escenas más conmovedoras visitan Pompeya y ante el descubrimiento de los cadáveres de una mujer y hombre (luego se supo que eran dos varones) contemplaron su fracaso sentimental. “La vida es muy breve”, dice ella; “por eso hay que gozarla”, contesta él. Su carpe diem es una pedrada a la última esperanza que quizá alberga la mujer. He recordado a Ingrid Bergman en la película Strómboli, (¡qué obstinación con llevar a la actriz a zona volcánica!) en la que Rossellini filmó la erupción real del volcán en una isla de contornos duros, de habitantes parcos de palabras, de silencios rotos por el sonido interior de ese volcán interior que de alguna manera todos llevamos dentro.

“Por mucho que hagamos, la Tierra manda”, me repito. Y la vida es tozuda. Se cuenta, y Mary Shelley así lo indicó, que su novela Frankestein o el moderno Prometeo, surgió en una “temporada fría y lluviosa”. Era el verano de 1816, el año que se registró una erupción que dejó sin verano al mundo. Y si las cenizas del estallido del volcán de impronunciable nombre en Islandia causaron un caos aéreo en Europa en plena temporada de vuelo va vuelo viene, peores fueron las consecuencias de los zarpazos del Krakatoa y del Toba. Algunos historiadores como Martin Meredith enlazaron la erupción del monte Toba con un nuevo amanecer en la historia de la humanidad al azuzar el instinto de supervivencia e inventar útiles y otras técnicas para seguir avanzando.

Vieron en la pandemia una oportunidad única de replantear un sistema de vida que como los volcanes aniquila lo que a su paso se encuentra. El virus ha puesto patas arriba el mundo, ha avisado de lo que puede pasarnos, pero la mayoría de la sociedad se ha echado al monte, ha hecho del falso hedonismo máxima de vida. Somos la herramienta perfecta para que moviéndolo todo, todo siga igual. Cuenta el mito que Pandora al destapar la tinaja desató todos los males que contenía en su interior. El edificio que nuestra soberbia ha construido se tambalea. Por fortuna, en el fondo de la tinaja de Pandora habita un resquicio, la esperanza. Así que sí, querido dibujante, la Tierra manda pero por si acaso, estémonos quietecitos. Y atentos a sus quejidos. Son avisos.

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