Los que hablan solos

Los que hablan solos

Los que hablan solos

Il·lustració: Toni Salvà.

Del Ser y no ser de Hamlet al “converso con el hombre que siempre va conmigo” de Machado,  sin olvidar el monólogo de Carmen frente al cadáver de su marido en Cinco horas con Mario, o al intenso La vida es sueño de Calderón, son miles los soliloquios que abarca la literatura. Son millones sus ecos en la historia. Uno frente a sí mismo. Desnudo. En el vértigo de quien se mira frente a un espejo, un río, un charco.

En las ciudades, tapiz de grandes soledades, el monólogo interior es contemplado dislate, “¡cosas de chiflados!”. Con el virus, la chifladura ha explotado. Las distintas tipologías del hablarse a quien con uno va, se mueven por barrios y a distintas horas. En susurros, por lo bajo, como un cuchicheo o a grito pelado. Bajo el portal, en la entrada de un supermercado, en un parque, con o sin niños, en los aparcamientos, en los pasos cebra o en una iglesia.

Es un hablar, el de las voces perdidas en la jungla de asfalto, distinto al que todos mantenemos a diario en secreto: mientras el monólogo callejero se hace público, sin importarle el que puedan decir quienes les oigan, el del cada uno consigo mismo es silencioso. El primero es gesto airado, uno de los pocos derechos que les queda a los nadie de la vida; el otro de aparente cordura puede acabar mal, aunque dicen los psicólogos que el habla privada, ese hablar solo que ellos denominan “habla autodirigida” mejora nuestra comprensión, organiza el pensamiento, aumenta la conciencia, la atención, fija los recuerdos y ayuda al aprendizaje. La frontera entre el buen y mal hablarse a uno mismo la delimitan los que saben la negatividad del mensaje, el aislamiento o el parloteo incontrolado estés donde estés. 

Entre los hablantes en soledad, los niños. Muchos de ellos se fabrican un alter ego o un hermano o hermana con quien hablar si siguen siendo niños solos en casa. Mis padres me contaron que mi hermano se inventó al niño Pitou, con quien jugaba y dialogaba hasta que llegué yo. Otros amigos me han dicho que sus hermanos mayores también hablaban con otros niños que solo ellos veían. 

Hace años que en mi camino hacia el centro de la ciudad me tropiezo con un hombre de mediana edad, de complexión fuerte, que escupe palabras al aire y a veces las lanza como piedras junto a una mirada inquietante. En el confinamiento pensé en ese correcaminos, traté de imaginar qué haría con sus pasos atados, si saldría al balcón a declamar su rabia. El otro día le volví a ver. Estaba más delgado, no parloteaba, su mirada se había dulcificado. Parece narcotizado, pensé.

El virus y sus estragos está arrojando a la calle miles de palabras que pronuncian para nadie los que andan solos. Resulta perturbador escuchar a quien habla al aire porque poco a poco su monólogo se escribe en un idioma que ya nadie, solo ellos, entienden. Palma está aumentando la población de los que hablan solos. No sé si es bueno o malo. No soy psicóloga. Solo paseo y también hablo con quien conmigo va.

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