El éxodo del centro

El éxodo del centro

El éxodo del centro

Il·lustració: Toni Salvà.

¡Cuánto habremos leído, cuánto habremos llorado y cuánto habremos escrito sobre la ciudad entregada a la voracidad turística! Una década que en los últimos años vio acelerado el ritmo de sobreexplotación del llamado centro de Palma, convirtiéndolo en un lugar inhabitable para sus vecinos, un icono de instagram para sus visitantes y un souvenir para sus cruceristas. Lo peor fue la desintegración del tejido de carne y hueso, expulsados de sus casas con triquiñuelas legales que siempre favorecen al que más tiene y apean al desfavorecido. No es maniqueísmo. Es historia.

Saturación turística, inversión, especulación, gentrificación, desahucios fueron los vocablos que adoquinaron la estrella de la ciudad, la intramuros, lo viejo, su centro histórico. Entre las estridencias de los millones de cruceristas que vinieron, miraron y conquistaron, el eco de romanos, bereberes, árabes, los agitados cascotes de las tropas de Jaume I, oscuridad y luz, conquistas a sangre y fuego, Historia, la que estudiamos y olvidamos tan a menudo. 

Hoy ese centro urbano está en silencio. Si el virus ha atacado la médula espinal de la industria turística es sobre el lienzo histórico donde más se percibe. Lo viejo ha vuelto a la oscuridad, a las luces de farolillo, a lo callado, a los murmullos intramuros. Entonamos cantos de sirena cuando perdimos intimidad a la vez que se llenaban nuestros bolsillos. Una paradoja más que debemos asumir en territorio de sol y playa, de turismo vacacional, de megacruceros y de hoteles boutique; qué cursilada de nombre, por cierto. 

Ha sido en el casco histórico donde los estragos turísticos de los últimos años han hecho mella convirtiéndolo en ciudad hotel, ciudad souvenir, ciudad terrazas. Los vecinos, los locales, nos quejamos, entonamos el Ciutat per a qui l’habita abrumados por los efectos perversos que se derivaban del enriquecimiento de unos a costa del empobrecimiento de los otros. La llamada gentrificación. Hoy, estamos atónitos ante los estragos de una crisis sanitaria que sacude el mundo y que nos está dejando mudos, tristes y abatidos. 

En los barrios, aquellas zonas que se salvaron de la voracidad turística que convertía en mantras eslóganes como ‘Palma, la mejor ciudad para vivir del mundo’, es donde uno encuentra vida. De la pequeña, de la del menudeo, vida cotidiana, austera, de hacer la compra para subsistir a esta nueva conquista que como muchas otras llega por el aire. Es en la periferia donde uno escucha el griterío de los niños, o donde bajo el embozo de la mascarilla articulamos un ‘estamos bien’ al que nos hemos acostumbrado ya que nos mentimos muy bien. 

Es entonces cuando me digo que soy afortunada de no vivir en el centro porque si no me gustaban las hordas turísticas, tampoco me gusta este clamoroso y triste silencio que me hiere, me roza cada vez que vuelvo a la parte más bonita de la ciudad. 

¡Quién me hubiera dicho a mí que iba a echar de menos una de esas terrazas del casco viejo llenas de turistas y también frecuentadas por nosotros! ¿Para qué engañarnos?

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