Comprar cara a cara

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Comprar cara a cara

Il·lustració: Toni Salvà

Durante años paseé por Palma buscando sus rostros más allá del maquillaje. Me tocó hacerlo durante los años de la crisis financiera y el goteo de narrar cierres me asemejó a los periodistas especializados en obituarios. Lo contrastaba con mis narraciones de resistencias: en las esquinas de cualquier ciudad uno encuentra flores como las del señor Ibrahim en la película protagonizada por Omar Sharif. 

He recordado esta semana la cinta de Francois Dupeyron al leer el cierre de una veterana sastrería, Jayton, y de la suspensión “temporal” del Fornet de La Soca que como brote verde surgió en Cort a finales de agosto en Can Corbella, antes ocupado y alterado por la tienda del club de fútbol del Real Madrid -no puedo entender cómo permitieron mancillar de aquella manera un edificio catalogado-. Un balón de oxígeno en lo viejo de la ciudad en la segunda oleada del virus. 

Ocupan espacio mediático ambos negocios, uno por solera, y el otro por la popularidad alcanzada en la última década. Tomeu Arbona, su propietario, justo abrió el primer Fornet en la calle Sant Jaume en tiempos no muy boyantes. A su coraje le dediqué el artículo que titulé La miga del psicoanálisis. Por fortuna mantiene su local de la plaza Weyler pero ha tenido que despedir  empleados. Un dolor muy grande. 

En esos dolores pienso, y deberíamos recordar, cada vez que pulsamos una tecla frente a la pantalla de un ordenador, damos nuestro número de tarjeta de crédito y otros datos de identidad para comprar cualquier producto por internet. No somos conscientes de las consecuencias que pueden derivarse de dejar nuestra huella para que los algoritmos hagan con ella ring ring caja. 

Porque mientras el corazón del pequeño comercio se comió las uñas durante el confinamiento y ahora están liquidando, los mister Bezos, los señores de Amazon y otras plataformas de venta de productos online, se están forrando. ¿A qué precio? Pues, entre otras, a un menor pago de tasas fiscales en el país donde comercializa o en unas condiciones laborales que sindicatos y trabajadores vienen denunciando. No olvido al joven repartidor de Glovo que murió atropellado por un camión de la basura en Barcelona. ¿Cuántas horas llevaría a cuestas, en qué condiciones? Sus compañeros protestaron por ese nuevo esclavismo laboral en Europa que reparte en bicicleta. Eso no es ecología. Es ahorro de costes.

No voy a demonizar el llamado marketing digital y sus supuestas bondades pero sí decir alto y claro que no es lo mismo comprarle a una plataforma digital que a alguien con cara, nombre y apellidos, con quien vamos compartiendo de buenos día a buenas tardes la vida que se teje en los barrios. Como en esa calle parisina donde el niño Momo aprende cada vez que baja al pequeño colmado del señor Ibrahim y  escucha sus historias de las flores del Corán. 

No nos empantallemos más y saludemos a los señores Ibrahim de la ciudad antes de que echen el cierre y nuestro llanto no sea más que lágrimas de cocodrilo.

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