“Su pastilla, gracias”

“Su pastilla, gracias”

Ilustración: Toni Salvà.

Desde que un día tras comprar cigarrillos en una máquina, ésta me lo expendió con un susurrante ‘su tabaco, gracias’, y yo me despedí con un suave ‘adiós’, supe que algo no andaba bien. Poco después me sucedió lo mismo con un surtidor de gasolina al que también respondí con un ‘gracias’ tras escucharle: ‘su depósito está lleno’. Comprendí que la anomalía se había instalado en mí sin darme cuenta. O quizá no. Me había aliado a las máquinas. Les agradecía el buen trato que ya no encontraba en los humanos.

Lo mantuve en secreto hasta que supe que no era la única que tenía esos contactos con cajeros, depósitos de gasolina y otras máquinas de uso cotidiano. Sentí cierto alivio, aunque no estaba del todo convencida.

Con los años, dejé el tabaco y mis pequeños encuentros con la máquina concluyeron. Tampoco supe si seguían susurrándole a otros fumadores. También dejé de ir a gasolineras automatizadas porque no quería que se perdieran puestos de trabajo.

Tiempo después, es un hecho que el matrimonio por poderes entre la máquina y el sapiens es irrenunciable.

«Para descubrir las leyes de la sociedad que más convienen a las naciones, se necesitaría la existencia de una inteligencia superior, capaz de vivir todas las pasiones de los hombres sin sentir ninguna de ellas, y que no tuviera ninguna afinidad con nuestra naturaleza pero la conociera a fondo».

Esta gran y escalofriante verdad fue escrita en pleno Siglo de las Luces. No procede del ensayo de un especialista en Inteligencia Artificial (IA). Fue Jean-Jacques Rousseau quien se adelantó tres siglos a esta otra realidad que hoy, la mayoría, vive de espaldas a ella. El filósofo que preconizó el contrato social como garante de la libertad colectiva por encima de los intereses particulares es hoy, en plena pandemia, más vigente que muchos otros voceros que cacarean en los medios de comunicación.

En el corazón de la crisis del coronavirus, con las ciudades quietas, convertidas las casas en celdas, nos volcamos a las máquinas. Descargamos todo nuestro miedo e incertidumbre al placebo de IoT. El Internet de todas las Cosas fue nuestro Gran Hermano, el capataz de todas nuestras acciones, desde el trabajo al ocio.

Mientras afuera, en la ciudad que creíamos dormida, las máquinas inteligentes seguían dándonos cuerda. O vigilándonos. Las hemos creado para que nos hagan la vida mejor. Las millones de operaciones que posibilita la combinación de algoritmos hacen posible que vivamos como hoy vivimos. Incluso cuando usted duerme, la maquinaria más inteligente no deja de funcionar. Al despertarse, usted posa su mano sobre su smartphone y al hacer clik sobre cualquier aplicación ya ha cedido buena parte de su voluntad a la máquina. “Somos esclavos del confort que nos aporta el progreso (…) Vivimos en un mundo desnaturalizado al que casi nadie quiere renunciar”, recuerda el catedrático de Física y experto en física cuántica José Ignacio Latorre.

Ahí afuera, en las ciudades, en el bar de la esquina, en los hospitales, en los bancos, la IA está tomando decisiones por nosotros. Da escalofríos pensar, imaginar, que un robot podrá ser quien nos cuide en nuestra vejez, o quien estimule a los niños si no pudiesen ir a clase si otro virus nos confina, o que ya no distingamos entre androides y humanos. El cine nos lo ha puesto delante, la literatura nos lo ha contado. Es nuestro cerebro el que los ha creado. No nos queda más remedio que cogernos de la mano y aceptar que hay que aliarnos, establecer un consenso ético, incluso asumir que podemos acabar siendo suplantados por ellas. “Su pastilla, gracias”.

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