El virus del desánimo

El virus del desánimo

El virus del desánimo

Il·lustració: Toni Salvà.

Vi besarse a una pareja en la calle. Los dos eran jóvenes. Se besaron sin soltarse las manos. Sin quitarse la mascarilla. No hay capa que imposibilite un gesto como ese beso con lengua de celulosa. 

Estos días se discute si van a librarnos o no de usar la mascarilla en la calle, y recuerdo a aquella pareja de enamorados a la que parecía no importar darse el pico sellado. Debo admitir que ese beso de tela me sacudió, pensé en los besos que depositamos sobre los labios inertes de nuestros muertos amados. Comprendí que la nueva normalidad es vieja. Esta semana la comprobación empírica de que todo sigue no igual sino peor que antes, me ha provocado una sacudida sísmica. 

Al mismo tiempo que se está produciendo una tecnología libre de contacto que arrinconará el dinero, que moverá los ascensores con la voz, que relajaremos el tacto para librarnos de virus y bacterias, que nos besaremos con mascarilla convirtiendo la celulosa de los árboles en la piel de nuestros labios, llega el verano 2021 y se acaban las cautelas. Se derriban las murallas y contemplamos el asalto del imperio turístico, no con nuevas formas, qué va, regresan con las mismas armas. Y vienen a matar. 

En toda batalla, en toda guerra, existen del lado conquistado lacayos, mensajeros, traidores que propician emboscadas, asaltos sin cuartel por cuarenta monedas. En los destinos turísticos como este en el que vivimos, los heraldos se significan en la amplia pirámide social y económica. De este modo, al primer crucero que llega se le recibe con una comitiva de autoridades que ya quisiera Berlanga para su Bienvenido, Mr. Marshall. O se hace la vista gorda ante la usurpación que cometen algunos restauradores del espacio público, sirviéndose de los bancos del paseo más significado de la ciudad como asientos para sus clientes. Estoy por montar un picnic, pasar factura y hacerme un selfie de lo bien que se nos trata en esta ciudad que se vende por apenas nada. 

En el suma y sigue de la nueva normalidad, el abrirse de piernas en nombre del mercado turístico alcanza cotas alarmantes. Nos han adelantado los efectos psicológicos que traerán la incertidumbre provocada por la pandemia, y uno de ellos es la ansiedad y otro, la depresión. Después de ver los vídeos recientes de la juerga montada por cientos de jóvenes con la excusa de los partidos de fútbol, en los que ni distancia de seguridad, ni mascarilla, ni respeto al descanso de los vecinos, y mientras los dueños de los bares sin dejar de servir copas, y la policía, local y nacional, sin hacer nada, he pillado el virus del desánimo. No tenemos remedio. 

Me cuesta creer las palabras de Emilio Lledó, a quien busco como antídoto contra mi tristeza, que recordando a Aristóteles cree que “todos los seres humanos tienden al bien”. ¿Qué se ha hecho de ese bien común, fin primordial de la polis de Aristóteles?, ¿será que nos alimentamos de loto, la planta que llevó al olvido a los habitantes de la isla que Homero dio a conocer como los lotófagos? Acabaremos desapareciendo como los comedores de hoja. No hay peor tragedia que el olvido, y en poco más de un año, hemos arrinconado el sufrimiento de una pandemia que, no lo olvidemos, no ha terminado. Eso sí, señores del poder, pónganle una alfombra roja a los cruceristas, y después cédanles nuestros asientos en el paseo del Born. Muchos les votarán.

Yo me voy a escuchar al sabio profesor de Filosofía que no se cansa de recordar que la educación universal y pública es lo que nos hará mejores. Necesito creerle, aunque me está costando. He pillado el virus del desánimo.

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